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viernes, 15 de mayo de 2009

Benedicto XVI, sobre María


PEREGRINACIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A TIERRA SANTA
(8-15 mayo 2009)

CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS CON LOS OBISPOS, SACERDOTES,
RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS, MOVIMIENTOS ECLESIALES
Y AGENTES PASTORALES DE GALILEA

 HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

basílica superior de la Anunciación - Nazaret
Jueves, 14 de mayo de 2009

 

¡Hermanos obispos, padre custodio, queridos hermanos y hermanas en Cristo!

Es para mí fuente de profunda conmoción estar presente con vosotros hoy precisamente en el lugar donde la Palabra de Dios se hizo carne y vino a habitar entre nosotros. ¡Qué oportuno es encontrarnos aquí reunidos para cantar la oración de las vísperas de la Iglesia, dando gracias y alabando a Dios por las maravillas que ha hecho por nosotros! Doy las gracias al obispo Sayah por sus palabras de bienvenida y saludo a través de él a todos los miembros de la comunidad maronita aquí en Tierra Santa. Saludo a los sacerdotes, religiosos, miembros de los movimientos eclesiales y agentes pastorales venidos de toda Galilea. Una vez más alabo el celo demostrado durante muchos siglos por los Hermanos de la Custodia para proveer a los lugares santos como éste. Saludo al patriarca latino emérito, Su Beatitud Michel Sabbah, que durante más de veinte años guió a su rebaño en estas tierras. Saludo a los fieles del Patriarcado Latino y a su actual patriarca, Su Beatitud Fouad Twal, así como a los miembros de la comunidad greco-melquita, representada aquí por el arzobispo Elias Chacour. Y en este lugar en que el propio Jesús creció hasta la edad adulta y aprendió la lengua hebrea, saludo a los cristianos de lengua hebrea, que son para nosotros un reclamo a las raíces hebreas de nuestra fe.

Lo que sucedió aquí en Nazaret, lejos de las miradas del mundo, fue un acto singular de Dios, una potente intervención en la historia mediante la cual fue concebido un niño para llevar la salvación al mundo entero. El prodigio de la Encarnación sigue desafiándonos para que abramos nuestra inteligencia a las ilimitadas posibilidades del poder transformante de Dios, de su amor por nosotros, de su deseo de estar en comunión con nosotros. Aquí el Hijo eterno de Dios se hizo hombre, y de ese modo hizo posible que nosotros, sus hermanos y hermanas, compartiésemos su filiación divina. Aquel movimiento de abajamiento de un amor que se vació de sí mismo, hizo posible el movimiento inverso de exaltación en el que también nosotros somos elevados a compartir la misma vida de Dios (cf. Flp 2, 6-11).

El Espíritu que “descendió sobre María” (cf. Lc 1, 35) es el mismo Espíritu que aleteó sobre las aguas en el alba de la Creación (cf. Gn 1, 2). Esto nos recuerda que la Encarnación fue un nuevo acto creador. Cuando nuestro Señor Jesucristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, Dios se unió a nuestra humanidad creada, de modo que entró en una nueva relación permanente con nosotros e inauguró una nueva Creación. El relato de la Anunciación ilustra la extraordinaria cortesía de Dios (cf. Madre Juliana de Norwich, Revelaciones 77-79), pues no se impone a sí mismo ni predetermina simplemente la parte que le corresponde a María en su plan de salvación, sino que busca ante todo su asentimiento. En la Creación inicial, obviamente, no era cuestión de que Dios pidiese consentimiento a sus criaturas, pero en esta nueva Creación lo pide. María representa a toda la humanidad. Habla por nosotros cuando responde a la invitación del ángel. San Bernardo describe de qué modo toda la corte celestial estaba esperando con ansiosa impaciencia su palabra de consentimiento, gracias a la cual se cumplió la unión nupcial entre Dios y la humanidad. La atención de todos los coros de los ángeles se había concentrado en este momento, en que tuvo lugar un diálogo que daría inicio a un nuevo y definitivo capítulo de la historia del mundo. María dijo: “Hágase en mí según tu palabra”. Y la Palabra de Dios se hizo carne.

El reflexionar sobre este gozoso misterio nos da esperanza, la esperanza cierta de que Dios seguirá guiando nuestra historia y actuando con poder creador para realizar los objetivos que parecen imposibles a los cálculos humanos. Esto nos desafía a abrirnos a la acción transformadora del Espíritu Creador, que nos hace nuevos, nos hace ser uno con Él y nos colma de su vida. Nos invita con exquisita cortesía a consentir que Él habite en nosotros, a acoger la Palabra de Dios en nuestros corazones, haciéndonos capaces de responderle con amor y de ir con amor el uno hacia el otro.

En el Estado de Israel y en los Territorios Palestinos los cristianos forman una minoría de la población. Quizá a veces os parezca que vuestra voz cuenta poco. Muchos de vuestros amigos han emigrado con la esperanza de encontrar en otra parte mayor seguridad y mejores perspectivas. Vuestra situación nos trae a la memoria la de la joven virgen María, que llevó una vida oculta en Nazaret con muy poca cosa en la vida diaria en cuanto a riqueza y a influencia mundana. Por citar las palabras de María en su gran himno de alabanza, el Magnificat, Dios miró la humildad de su sierva y colmó de bienes a los hambrientos. ¡Saquemos fuerza del cántico de María, que en breve entonaremos en unión con la Iglesia entera en todo el mundo! ¡Tened el valor de ser fieles a Cristo y de permanecer aquí, en la tierra que Él santificó con su presencia! Como María, tenéis una tarea que desempeñar en el plan divino de la salvación, llevando a Cristo al mundo, dando testimonio de Él y difundiendo su mensaje de paz y de unidad. Para ello, es esencial que estéis unidos entre vosotros, de modo que la Iglesia en Tierra Santa pueda ser claramente reconocida como “un signo y un instrumento de comunión con Dios y de unidad de todo el género humano” (Lumen gentium, 1). Vuestra unidad en la fe, en la esperanza y en el amor es un fruto del Espíritu Santo, que permanece en vosotros y os hace capaces de ser instrumentos eficaces de la paz de Dios, ayudándoos a construir una reconciliación genuina entre los distintos pueblos que reconocen a Abrahán como su padre en la fe. Porque, como María proclamó gozosamente en su Magnificat, Dios siempre se acuerda “de su misericordia, como había anunciado a nuestros padres, en favor de Abraham y de su linaje por los siglos” (Lc 1, 54-55).

Queridos amigos en Cristo, estad seguros de que os recuerdo continuamente en mi oración, y os pido que hagáis lo mismo por mí. Dirijámonos ahora a nuestro Padre celestial, que en este lugar miró la humildad de su esclava, y cantemos su alabanza unidos a la bienaventurada Virgen María, a todos los coros de los ángeles y de los santos y a toda la Iglesia en cualquier lugar del mundo.

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